miércoles, 28 de enero de 2009

RECOMENDAMOS LA OBRA DE UN AUTOR: ISAAC ROSA


Isaac Rosa nació en Sevilla en 1974, actualmente reside en Madrid aunque ha vivido muchos años en Extremadura. Estudió periodismo. Ha publicado las novelas “La malamemoria”, posteriormente reelaborada en “¡Otra maldita novela sobre la guerra civil!”, y “El vano ayer” que fue galardonada con el Premio Rómulo Gallegos, el Premio Ojo Crítico y el Premio Andalucía de la Crítica. De esta última se ha realizado una película -“La vida en rojo”- en la que ha colaborado en el guión y que está pendiente de estreno. También ha escrito teatro, “Adiós muchachos” y es coautor del ensayo “Kosovo. La coartada humanitaria”. Su última obra “El país del miedo” una novela inquietante en la que todos, en mayor e menor medida, nos vemos reflejados, publicada por Seix- Barral en 2008.
El país del miedo es un lugar imaginario donde se haría realidad todo lo que tememos. Carlos sabe bien cómo sería el suyo; vive asustado. Sus temores son muy comunes: recibir una paliza, ser asaltado, que entren en su casa mientras duerme, que rapten a su hijo; pero también teme la agresividad de sus vecinos, a los adolescentes violentos, a los pobres, a los extraños.

NUESTRA BIBLIOTECA RECIBE UN PRIMER IMPULSO DE LA CONSEJERÍA DE EDUCACIÓN


El DOE de 7 de enero publicaba una RESOLUCIÖN de 12 de diciembre de 2008, en la que la Consejería de Educación resolvía la convocatoria para la mejora de las bibliotecas escolares de los centros públicos de niveles previos a la Universidad. Nuestro centro, el IES “JAVIER GARCÍA TÉLLEZ” ha sido seleccionado para la mejora de su biblioteca escolar y se nos ha concedido la cantidad de 7.000,00 euros. Esto nos va a servir de acicate para la mejora de la biblioteca escolar y para que continuemos apoyando desde ella la formación de nuestros alumnos, el fomento de la lectura y las habilidades en el uso de la información. A partir de ahora tenemos unos compromisos.

Compromisos de los centros educativos integrantes de la Red.
Los centros educativos integrantes de la Red de Bibliotecas Escolares de Extremadura deberán:
a) Comprometerse, tanto el Equipo Directivo como la mayor parte del Claustro, a fomentar entre el alumnado el trabajo en la biblioteca, la lectura y las habilidades en el uso de la información.
b) Dedicar los presupuestos extraordinarios asignados a la mejora de los fondos, y equipamientos de la biblioteca del centro.
c) Diseñar y poner en marcha un Proyecto de Biblioteca Escolar para un periodo de tres años que tenga como objetivo fundamental la consecución del modelo de biblioteca escolar definido en el Plan Marco de Apoyo y Fomento de las Bibliotecas Escolares. Conjunta o paralelamente se elaborará un Proyecto Lector y otro de Educación Documental.
d) Incorporar el Proyecto de Biblioteca en todas las programaciones anuales del centro.
e) Participar en la Red durante el periodo de vigencia del Plan Marco de Apoyo y Fomento de las Bibliotecas Escolares.
f) Asistir a las actividades de formación que se desarrollen en el marco de la Red.
g) Formar una comisión o grupo de trabajo de la biblioteca.
h) Integrarse, junto con otros centros de la Red, en seminarios o grupos de trabajo que tengan como objetivo la mejora de la biblioteca escolar, el fomento de la lectura y las habilidades en el uso de la información.
i) Asignar un porcentaje mínimo fijo del presupuesto anual del centro para el mantenimiento y mejora de la biblioteca escolar.
j) En el caso de los centros de Educación Primaria, ofertar la Actividad Formativa Complementaria de “Fomento de la Lectura”, y comprometerse a realizarla en la misma biblioteca, siempre que los espacios y tiempos lo permitan. Así mismo, promover que las actividades de “Estudio dirigido”, “Teatro” y “Prensa”, si se ofertaran en el centro, también puedan desarrollarse en la biblioteca.
k) Contribuir de forma activa al intercambio de experiencias con el resto de centros educativos, sean o no integrantes de la Red.
l) Presentar ante el órgano de coordinación los informes requeridos que permitan conocer y evaluar el desarrollo del Proyecto al finalizar el curso, y/o después de finalizar su participación, así como la documentación necesaria para constatar la correcta utilización de los fondos presupuestarios asignados.

lunes, 26 de enero de 2009


Gonçalo M. Tavares estuvo, el 22 y 23 de enero, en el Aula José María Valverde de Cáceres, es un escritor portugués nacido en Luanda (Angola) en 1970. Autor de novelas, de poesía, de teatro y pequeñas ficciones. Ha recibido varios premios: la novela Jerusalém obtuvo el Premio José Saramago 2005, el más importante para obras en lengua portuguesa.

EL HOMBRE MALEDUCADO

El maleducado no se quitaba el sombrero el sombrero jamás. Ni ante las señoras que pasaban, ni en una reunión importante, ni cuando entraba en la iglesia. Poco a poco la gente empezó a repudiar la grosería de aquel hombre, y con los años esta agresividad fue en aumento hasta llegar a su extremo: el hombre fue condenado a la guillotina. El día de la ejecución colocó la cabeza en el cepo. Como siempre y orgullosamente, con el sombrero calado. Todos aguardaban. La hoja de la guillotina cayó y la cabeza rodó. Sin embargo, el sombrero permaneció en la cabeza. Se acercaron entonces para quitarle por fin el sombrero a aquel maleducado. Pero fue en vano. No era un sombrero. Era su propia cabeza, que tenía una forma extraña.

De El señor Brecht de Gonçalo M. Tavares



APRENDIZAJE

Al borde de un precipicio, cabeza abajo, agarrado solamente por los pies por su más ilustre profesor, es así como el aprendiz repite, asustado, la lección de la mañana.

lunes, 19 de enero de 2009

EL GATO NEGRO (E. ALLAN POE)



No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.
Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.
Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.
Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.
Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.
Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.
Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.
Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.
El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.
La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: "¡Incendio!" Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza.
No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras "¡extraño!, ¡curioso!" y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal.
Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.
Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.
Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.
Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.
Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.
Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste.
Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros.
El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.
Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!
Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón.
Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.
Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.
Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.
El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.
No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: "Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano".
Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.
Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.
Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.
-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez.
Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.
¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.
Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!

Traducción de Julio Cortázar

EL BICENTENARIO DE UN ESCRITOR MALDITO




Se cumple hoy el bicentenario del nacimiento del escritor estadounidense Edgar Allan Poe, nacido en Boston el 19 de enero del año 1809. Hijo de una pareja de actores ambulantes y sumidos en la miseria, tras la muerte de éstos, fue criado por un familia rica de comerciantes de Virginia, los Allan. A los 16 años, ingresa en la universidad y su forma de vida en ella - bebía sin moderación y contrajo numerosas deudas de juego- le llevan a la ruptura con su padre adoptivo. Desde ese momento comienza su vida errática que habría de acompañarle hasta el final de sus días. Se traslada a Boston, donde publica Tamerlam e intenta dedicarse a la literatura, pero el fracaso de su primera obra le lleva a enrolarse en el ejército. Tras un breve paso por la academia militar de West Point –de donde sería expulsado en 1831-, se instala en Baltimore en casa de una hermana de su padre, Mrs. Clemm, con cuya hija, Virginia Clemm de 13 años, se casa en 1835. Allí gana su primer premio literario con Manuscrito hallado en una botella, y consigue trabajar como crítico y publicar con cierta asiduidad en los periódicos locales y de provincias de la época en los que alcanzó cierto nombre por su estilo cáustico y elegante. Vivió en Baltimore, Filadelfia y Nueva York, pero siempre acuciado por la pobreza. Poeta, novelista y crítico, se dedicó pronto, tal vez por razones económicas, al relato corto y se le considera el padre del cuento fantástico y de terror, de ciencia ficción y de la novela policíaca. Aunque no fue reconocido en su momento, se ha convertido en maestro de escritores posteriores y de cineastas de este género. Jesús Palacios ha dicho de Poe: “ Todas las variedades de la imaginación moderna nacen de su obra- la ciencia ficción, el policial, el terror…-, pero además, de su sangre y alcohol mezclados, de sus amores desgraciados e ideales rotos, nacen el simbolismo y el modernismo, los decadentes y los surrealistas, los góticos, los hermosos y malditos, os apocalípticos y desintegrados… Si Poe no hubiera existido, habríamos tenido que inventarlo, pero, afortunadamente, fu él quien nos inventó a nosostros”, Autor del poema narrativo El cuervo, publicado en 1845 y que le haría muy célebre, pero sobre todo, es conocido por sus relatos cortos, traducidos por Julio Cortázar, El gato negro, El escarabajo de oro, Los crímenes de la calle Morgue, El pozo y el péndulo, La carta robada, La verdad sobre el caso del señor Valdemar, El barril de amontillado, etc.
Su adicción al alcohol y su carácter atormentado le hacen hundirse en una profunda crisis- agravada por la muerte de su esposa de tuberculosis en 1847- que le llevan a la autodestrucción . Dos años más tarde, el 7 de octubre de 1849, muere en Baltimore en extrañas circunstancias en un hospital, después de haber estado vagando durante seis días por ciudades y calles borracho y enajenado . El misterio envuelven los últimos días del escritor y la leyenda sigu porque desde hace casi 50 años una sombra sigilosa se desliza cada 19 de enero por el cementerio de Westminster y deposita tres rosas y una botella de coñac sobre la tumba de Poe.

EL PREMIO NADAL 2009


En la tradicional velada literaria de la noche del Día de Reyes se falla el premio Nadal de novela (el más tempranero y el más antiguo en España) y el premio Josep Pla de prosa en catalán. La autora Maruja Torres (Barcelona, 1943) es la ganadora de la edición de este año del Premio Nadal de novela con Esperadme en el cielo, una novela según sus palabras de “fantasmas”. En ella narra la propia experiencia de su muerte y su reencuentro en la otra vida con sus amigos Terenci y Manolo, alter-egos de los fallecidos Terenci Moix y Manuel Vázquez Montalbán. Reunidos los tres recuerdan sus años de juventud y sus correrías por la Barcelona y el Madrid de los sesenta. El finalista es Rubén Abella (Valladolid, 1967) con El libro del amor esquivo, una historia de personajes divergentes cuyos destinos se entrecruzan en Madrid. El Premio Pla de prosa en catalán recae en Gaspar Hernández por El silenci, que trata de una japonesa que intenta superar un cáncer mediante la meditación.
La ceremonia de entrega del Nadal tuvo también un momento de recuerdo para el recientemente fallecido Francisco Casavella (Francisco García Hortelano, Barcelona 1963- 2008), ganador de la anterior edición. La finalista de 2008 Eva Díaz leyó un fragmento de la novela premiada en aquella ocasión, Lo que sé de los vampiros, ambientada en el siglo XVIII con el trasfondo de la expulsión de los Jesuitas de España .El protagonista, un joven aristócrata llamado Martín de Viloalle, acompaña a los Jesuitas en su exilio a lo largo y ancho de la Europa previa a la revolución francesa. Recabando de corte en corte, llevará una existencia a caballo entre los esplendores del Siglo de las Luces y la picaresca más elemental para asegurar su subsistencia

CONCURSO DE ORTOGRAFÍA Y MATEMÁTICAS

A la vuelta de vacaciones de Navidad, se celebró la primera fase para 3º y 4º de ESO del Concurso de Ortografía y Matemáticas. Primero y segundo realizaron la prueba antes de la vacaciones navideñas. Ya estamos en ello.